El oro forma parte de la cultura humana desde hace más de 5.000 años. Al principio por su llamativo brillo amarillento, pero después por su maleabilidad, escasez y por su estabilidad, que perdura el paso de generaciones sin corromperse, fue la solución natural para medir el valor de las transacciones comerciales y para acumular la riqueza del excedente producido.
Hoy por hoy el oro y la plata renacen como los únicos y verdaderos métodos de conservación de la riqueza, personal y colectiva. El mundo ha desvirtuado tanto la concepción misma de la riqueza que la base cultural de la misma carece de definición. Si le preguntamos a los jóvenes de hoy en día que es la riqueza, un alto porcentaje de los mismos dirían que es tener fama, coches caros o grandes yates donde veranear.
El sistema bancario mundial, las políticas neo-progresistas y la cultura del consumo han desnaturalizado lo que nuestros abuelos construyeron. La base de la riqueza en la mal llamada era “post-COVID” será la de las economías que tengan un respaldo real y “físico” de su riqueza, y aquellas naciones que tengan un sistema económico y social que permite tres cosas muy básicas: Alimentación, salud, y seguridad.
Las naciones productoras de metales preciosos, como oro y plata históricos refugios de la riqueza, podrán ofrecer estabilidad en sus economías internas, contarán con el mejor aval ante sus acuerdos de comercio exterior y además reducirán progresivamente la brecha social y económica de su población. El liderazgo en esta transición es una de las cuestiones que se esclarecerá en los próximos meses y años, pero la base deben ser las empresas privadas de la mano de los productores, donde las naciones deben limitarse a tener un papel testimonial, y donde su función es generar la estabilidad en el marco de la seguridad jurídica y el control medioambiental.